Doce a las doce

 

Buenos días, Manolo.
Hola, buenos días, don José. ¿Lo de siempre? 
—Sí, y un vaso de agua, por favor. Y cambio para tabaco. 
—Aquí tiene.
Pepe Rey toma todos los días el primer café en el bar que está al lado de su casa, en la calle de La Sal, muy cerca de la plaza Mayor. O sea, en el centro antiguo de Madrid, donde ya sólo viven viejos, extranjeros y Pepe Rey.
Toma un café doble para despertarse. Después, hacia las once, va a desayunar al lado de la oficina, ya despierto.
—Manolo, ¿qué te debo?
Sabe que son cincuenta y cinco pesetas. Todos los días son cincuenta y cinco pesetas. Pero Pepe necesita decir y hacer las mismas cosas por la mañana. Debe de ser una manera de despertarse.

* * *

En toda la ciudad se oyen miles de aparatos de radio. Voces de niños cantan números y premios y todo el país espera oír el número que cada uno lleva en su cartera.
También Susi, la secretaria, está escuchando la radio. A Pepe no le gustan ni las mañanas ni la Navidad ni la lotería. No cree en la suerte.
—¡Por fin! —dice Susi, mirando el reloj.
—¿Ha llamado alguien?
—No, pero ha venido una..., una señora. Está ahí, esperando.
A Susi no le gustan nada las clientes y menos si son guapas. Y un detective privado tiene muchas clientes.
—¿Quién es? —pregunta Pepe.
—Ni idea. No me lo ha dicho. Pero... No sé... Me parece que la conozco.

* * *

Al lado de la ventana hay una mujer morena, de unos treinta años. Lleva unos pantalones de cuero negros y es unos veinticinco centímetros más alta que Pepe.
—Hola. Soy Natalia Mayo.
Está muy seria y parece nerviosa.
—Sí, la he visto en la tele o en el cine...
—Tengo muy poco tiempo. Mire.
Le da un sobre. Dentro hay una felicitación navideña.
—Léala, léala, por favor.
Es una postal feísima. Pepe Rey la abre. Está escrita a máquina y pone: «No te deseo un feliz Año Nuevo. No va a haber Año Nuevo para ti».
—Ahora tengo que irme. Le he estado esperando mucho rato. Mañana le llamo y quedamos para hablar. ¿Va a ayudarme?
—Sí, claro. ¿Por qué no?
«Es muy guapa, pero demasiado alta», piensa Pepe. No le gustan nada las mujeres altas.

* * *

A las siete de la tarde Pepe Rey sale de la oficina. No sabe qué hacer. ¡Tanta gente en la calle! Todo el mundo ha salido a comprar y comprar y comprar: belenes, árboles de Navidad, turrón, champán, juguetes... ¡Qué poco le gustan las Navidades a Pepe! Y, además, hoy está preocupado. No puede olvidar a Natalia, a esa mujer guapa, asustada y demasiado alta, que ha estado en su oficina esta mañana. No sabe por qué pero cree que de verdad está en peligro. La felicitación no es una broma. Pepe está seguro. Paseando va hacia la Gran Vía. Hay mucha gente y miles de coches. Una señora que lleva una bicicleta envuelta en papel rojo le da un golpe. Pepe choca con un bajito calvo que lleva un enorme abeto de plástico. «Feliz Navidad», piensa Pepe.
Compra chocolate y entra en un cine. Siempre compra chocolate y va al cine cuando tiene que pensar o cuando está triste. Hoy le pasan las dos cosas.

* * *

Pasan los días y Natalia no llama. El día uno de enero, a las nueve de la mañana, suena el teléfono:
—¡Diga!
—¿Lo ha leído, jefe? ¿Lo ha leído?
—¿Qué pasa? ¿Con quién hablo? —dice Pepe medio dormido.
—Soy yo, jefe, Susi. ¿Quién va a ser? ¿Hay mucha gente que le llama jefe?
—¿Qué pasa, Susi?
—La guapa.
—¿Qué guapa?
—La del lunes, la de la tele. La han asesinado.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Sí. Lo pone el periódico. La han encontrado muerta esta mañana en su casa. Envenenada.
—Gracias por llamar, Susi.
—¿Qué va a hacer, jefe?
—Todavía no lo sé. Primero, despertarme, creo. Y, luego, tomarme muchos cafés.
—¡Ah! Ya sé de qué la conocía. Mi prima Rosario era su asistenta. Un día estuve en su casa y la vi. Ya sabe, jefe, yo nunca veo la tele.
Susi es una intelectual y los intelectuales españoles siempre dicen que nunca ven la tele.

 

Pepe Rey tenía razón. No va a haber Año Nuevo para Natalia. La felicitación iba en serio. Se levanta de la cama, duda un momento y, al final, coge el teléfono.
—Oye, Susi...
—¿Ya está despierto, jefe?
—Sí...
—Sí, ya sé. Quiere hablar con mi prima Rosario, ¿no? Lo sabía. A las seis, en mi casa. Le invito a merendar, jefe. Un té y unas pastitas, como los ingleses. A Rosario ya la he llamado hace un rato.
—¿Qué haría yo sin ti, Susi?
—Nada, jefe. Nada.
Pepe piensa que Susi es insoportablemente lista y que, además, es la persona que mejor lo conoce en el mundo. Mejor que Elena, su ex mujer, y mejor que doña Cecilia, su madre.

* * *

—Rosario, ¿quién hizo la cena de Nochevieja?
—Yo. ¿Quién si no? La señorita nunca entraba en la cocina —dijo Rosario medio llorando todavía.
—¿Y quién hizo la compra?
—También yo. De primero, unas ostras. Luego, langosta con mayonesa y, después, claro, pavo. Y turrón, naturalmente.
Rosario deja de llorar un momento pensando en la cena.
—¿Lo compraste todo tú?
—Sí, y todo estuvo buenísimo. Yo creo que lo del envenenamiento no es verdad. No puede ser. Todo me quedó buenísimo. Las ostras eran fresquísimas, las langostas, congeladas, lo confieso... Pero es que, al precio que van... ¡Ah! Las uvas, no; no las compré yo. Las trajo alguien.
—¿Quién?
—No sé... Sólo sé que hoy, en la cocina, con la policía allí y todo... Ese inspector Romerales, tan tonto y tan pesado... Pues que en la nevera había unas bolsitas de uvas. Pepe, tiene usted que encontrar al asesino.
—Entonces, hay que saber quién compró las uvas —dice Susi.
—Ahora, Rosario, tienes que decirme quiénes eran los invitados.
—Tenga, aquí tiene la lista. La policía también me la ha pedido. He puesto las profesiones y las direcciones. Doce personas.
Pepe coge la lista y lee:
«Julio Fraile, agente de Natalia. Paseo de la Castellana, 113. 
Alberto Quintanar, escritor. Ex marido de Natalia. Velázquez, 62.
Verónica Molinos, actriz. Calle Espalter, 7.
Julián Nolla, productor. Calle Salamanca, 49.
Ángel París, diseñador. Luchana, 11.
Luz Hidalgo, fotógrafa de moda. Alcalá, 88.
Gloria Guardia, modelo. Campomanes, 13, de Pozuelo de Alarcón.
M.ª José Hernández, locutora de radio. Plaza de Olavide, 3.
Tomás de Pablo, publicista. Calle Ibiza, 41.
Guillermo Martín, psicoanalista. Calle Almagro, 17.
Matías Vázquez, piloto de Iberia. Calle Postas, 14.»

* * *

El día 2 fue la primera entrevista. Pepe Rey llegó a un elegante despacho del paseo de la Castellana, a las doce del mediodía. Un hombre de mediana edad, con un pañuelo de seda en el cuello —de esos pañuelos ridículos que se ponen algunos burgueses para parecer ingleses— y con el pelo completamente blanco, lo recibe. Es Julio Fraile, el agente de Natalia. Algunos dicen que era también su amante.
—Encantado de conocerle. He oído hablar mucho de usted.
—¡No me diga!
—Ha sido horrible. Íbamos a empezar a rodar la semana que viene. ¿Fuma? ¿Un café? —dice sin esperar la respuesta—. ¿Tiene ya alguna idea?
—No, todavía no.
—Encuentre al asesino. Yo le pagaré su trabajo. Encuéntrelo, por favor.
Quince minutos después Pepe Rey sale de la oficina de Fraile. Sabe tres cosas: que Julio Fraile estaba enamorado de Natalia, que le cae muy mal y que no es el asesino.

* * *

La segunda cita es por la tarde, en Nebraska, una cafetería de la calle de Alcalá, una de esas típicas cafeterías madrileñas con muchos pasteles y muchas señoras gordas, que por la mañana han ido a la peluquería, tomando chocolate. Allí está ya esperándolo Alberto Quintanar, el ex marido de Natalia.
—Nos separamos hace tres años pero éramos buenos amigos. No lo entiendo ¿Por qué la han matado? Todo el mundo la quería, era una mujer excelente.
—¿A qué se dedica usted?
—Soy novelista. Escribo novelas policíacas. Parece una broma, ¿no? Una ironía.
Tampoco Alberto le parece el hombre que busca. Está demasiado tranquilo.

* * *

El martes por la mañana Pepe coge un taxi.
—A la calle Espalter, por favor.
—¿Por dónde vamos?
<—Me da igual.
Los taxistas de Madrid siempre preguntan el camino al cliente. Pero a Pepe sólo le interesa su tercera cita. Va a ver a la tercera persona de la lista: Verónica Molinos, otra actriz, una colega de Natalia. Verónica vive en un bonito edificio antiguo, en el tercero izquierda. Ella misma abre la puerta. No es tan guapa como Natalia pero es más interesante. «Y no tan alta», observa Pepe.
—Feliz Año —dice saludando a Pepe.
—¿Feliz? Veo que está usted de muy buen humor.
Entran en un enorme salón, se sientan en un cómodo sofá y Verónica sirve un café.
—Verónica, ¿quién podía querer matar a Natalia?
—Yo qué sé... Era tan maja, tan buena compañera, tan simpática con todo el mundo... La mejor. Las actrices...
Pepe la corta:
—¿No puede ayudarme un poco más?
—No, creo que no.
Los ojos de Verónica brillan un poco demasiado y el cigarrillo tiembla en su mano.
—¿Está usted segura?
—Totalmente segura —dice muy seria.
Verónica se levanta, se mira en el espejo, coge el paquete de cigarrillos y lo mete en el bolso.
—¿Dónde he dejado las llaves? ¡Qué despistada soy!
—¿Va usted a salir?
—Sí. Tengo que irme. ¿Bajamos?

* * *

Hace frío pero el cielo está muy azul. ¡Ese cielo tan azul de Madrid! Verónica y Pepe van andando en silencio hacia la calle Huertas. Delante de una tienda un hombre alto y gordo está arreglando cajas de frutas y verduras.
—Buenos días, señorita Verónica y Feliz Año Nuevo.
—Igualmente, don Juan.
—Por cierto, ¿qué tal la uva de Nochevieja? Era buenísima, ¿verdad? Moscatel auténtico.
Verónica calla y mira al suelo. Pepe la mira y le dice:
—Buenísima y peligrosísima.
—Yo creía que en realidad los detectives no eran tan listos como en el cine. Lo sabe todo, ¿no?
—Sí, casi todo. Hay algo que no sé: ¿por qué, Verónica?
Nerviosa, casi llorando, hablando muy bajo, Verónica contesta a Pepe:
—Natalia fue Dulcinea, fue Melibea, fue doña Jimena, fue Fortunata, fue Mariana Pineda..., y no podía ser Carmen. ¡Carmen, no! ¡Carmen tenía que ser yo! Esta vez sí. Esta vez yo tenía que ser la protagonista.

* * *

Pepe vuelve a su oficina. Susi espera noticias. Pepe piensa que ha tenido suerte: Verónica era la tercera de la lista. Ha encontrado pronto al culpable. Va a llamar al inspector Romerales pero está cansado y un poco triste, triste porque Natalia está muerta y porque es día cuatro: todavía quedan dos días de fiestas. Los Reyes Magos y ya está. Sabe que esta tarde aún va a tener que ir al cine y comprar chocolate para pensar un poco.

 

Fuente: CV. Cervantes.es

 

 

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