Guantanameras

 

El avión aterriza en el aeropuerto José Martí y las puertas se abren. Mientras baja la escalerilla, Priscilla respira un aire húmedo y caliente, un aire nuevo y desconocido. Por fin está en Cuba.

En la sala de espera, delante de las grandes puertas de cristales, Lisa mira impaciente a todos los viajeros que salen con sus maletas y sus bolsas de viaje. Una luz verde señala en el monitorque el vuelo 358 de Cubana de Aviación ya está en tierra.

Lisa mira su reflejo en el cristal de la puerta: una chica morena, alta, delgada, con los ojos verdes y el pelo negro, corto. Lleva una camiseta roja y una minifalda blanca. Mira a la puerta que dice salidas y ve otra vez su imagen: una chica morena, alta, delgada… (bueno, unos kilitos más que ella), con los ojos verdes y el pelo negro, pero largo. Lleva una camiseta blanca y unosjeans. La imagen levanta un brazo y grita:

—¡Lisa, soy yo!

—¡Yolanda!

Efectivamente, es Yolanda, su hermana gemela. Hace doce años que no la ve.

Lisa y Yolanda se abrazan, llorando y riendo al mismo tiempo. La gente las mira y comenta en voz baja:

—Son idénticas, son gemelas.

—Ya no me llamo Yolanda, ahorita me llamo Priscilla.

—¿Y por qué, mi amor? Yolanda es tan lindo.

—No sé, allá en Miami, Priscilla suena mejor.

—Ven —dice Lisa—, papito nos está esperando en el parking. Dame tu valija. Ay, chica, cuántos paquetes.

—Son regalos para ti, para papito, para toda la familia. Ay, mi amor, qué impresión, qué nice, tú eres igualita a mí, es como mirarme en el espejo.

—¿Qué tú dices, chica? Tú eres más linda, más elegante que yo.

—No es verdad: es la ropa, pero toda es para ti, todita. Yo tengo mucha más, allá en Miami.

José, el padre, sale de la máquina al verlas llegar y abraza a Priscilla.

—Ay, mi amor, mi Yolanda querida…

—No, papi, ya no soy Yolanda, ahorita soy Priscilla.

—¿Y eso por qué?

—Porque es más anglo, más fácil, allá suena mejor, es más sweet¿Y este carro? ¿Sale de un museo?

Señala con el dedo el viejo Cadillac azul de los años cincuenta, el tesoro del vecino Fulgencio. Mientras, el padre piensa con nostalgia en la canción Yolanda, de Pablo Milanés, su preferida, que estaba de moda cuando nació Yolanda, perdón, Priscilla.

—¿La máquina? No es mía, es de un vecino… Acá en Cuba no es fácil tener un carro, no tenemos combustible. ¿Olvidas el bloqueo de los yanquis?

—Dejemos la política, papito. Es lindo tu carro. Permíteme una foto. Y saca la cámara. Clic, ya está.

Las dos hermanas se sientan juntas detrás, mientras el viejo Cadillac atraviesa parte de La Habana siguiendo la calzada del Monte y llegando por el parque Central a La Habana Vieja, donde viven Lisa y José y donde toda la familia está esperando a la gusanita. Priscilla lo mira todo con sus grandes ojos verdes muy abiertos: la vegetación exuberante, las bellas palmas reales, las ceibas, las flores de colores vivos en los parques... pero también las deterioradas y hermosas casas de La Habana Vieja. Es increíble encontrarse de pronto en un mundo tan diferente del de Miami, con sus tiendas de lujo, sus limusinas y sus grandes hoteles.

—Sé lo que estás pensando —le dice Lisa—, pero Cuba no es sólo esto; hay muchas cosas más que te voy a enseñar. Llevas doce años de tu vida lejos de nosotros, lejos de esta ciudad. Ahora tienes que conocerla poco a poco.

«Doce años», piensa Priscilla. Doce años desde aquel día de la separación de los padres. El padre, José, revolucionario y partidario de Fidel, decide quedarse en Cuba y luchar por la revolución. La madre, Alicia, se siente atraída por el lujo y la facilidad de la Florida cercana y deciden repartirse a las hijas: una para mí, otra para ti; una se queda, otra se va; una norteamericana, otra cubana. Las dos gemelas se separan una tarde de otoño en el aeropuerto de La Habana: Lisa se queda, Yolanda se va. Lisa, con los ojos llenos de envidia ve el avión que vuela hacia el norte con su hermana gemela y su madre dentro; Yolanda, con los ojos llenos de nostalgia ve su isla cada vez más pequeña, con su hermana y su padre como dos puntos diminutos en el aeropuerto; las dos lloran.

Doce años después, cuando van a cumplir dieciocho, deciden verse otra vez. Lisa no puede viajar a Miami, no tiene pasaporte para los Estados Unidos; Priscilla va a tener muchos problemas para obtener la visa, pero por fin la obtiene y el regalo de cumpleaños de Alicia, su mamá, que trabaja en una peluquería de lujo, es el billete para Cuba.

El apartamento donde viven Lisa y su padre es una de las muchas divisiones de una vieja casa señorial en La Habana Vieja. Sus propietarios han desaparecido y la casa ha sido dividida en muchos miniapartamentos. José y Lisa tienen una gran pieza, que sirve de comedor, salón y cocina, y donde duerme y estudia Lisa, y, una minúscula pieza donde duerme José. Junto al rincón-cocina hay una ducha bastante rudimentaria y los inodoros son colectivos y están en la escalera. Priscilla prefiere no contar a su hermana que ella y su madre viven en un gran apartamento de Miami Beach frente al mar, en Collins Avenue y que tiene para ella sola una gran pieza con un cuarto de baño individual y una linda terraza que da al océano. Su madre tiene otra gran pieza con otro cuarto de baño, un gran salón con terraza y una cocina supermoderna, con un  gran frigo americano de dos puertas, microondas, fogón eléctrico, triturador de basuras, licuadora y todos los electrodomésticos del mundo.

—Mira qué lindo —le dice Lisa y la lleva de la mano hasta el balcón—. El mar está enfrente.

Es verdad. Es una de las más bellas vistas de la Habana. La casa está cerca de la fortaleza de La Punta y al otro lado de la bahía se ven las fortalezas de El Morro y la Cabaña; las tres, construidas por los españoles, protegen el puerto más seguro y hermoso del Caribe. Al este, Regla, barrio de marineros, con la Virgen de Regla, una virgen negra que tiene en sus brazos a un Niño Jesús blanco.

Lisa le enseña una pequeña estampa:

—Mira qué linda: Yemahá.

—¿Qué tu dices, Yemahá, no es ésa la Virgen de Regla?

—Sí, pero también es Yemahá, la diosa del mar en la religión yoruba; ya sabes aquí todos los santos están multiplicados por dos: el católico y el africano… Los orishas o los dioses africanos son muy importantes en Cuba. ¿Nunca te habla nuestra madre de estas cosas?

—Nuestra madre quiere sobre todo integrarse en la sociedad estadounidense, no quiere saber nada de Cuba.

—A Cuba llegaron como esclavos más de 500 etnias africanas y ése es el resultado de lo que somos hoy, más los españoles, más algunos franceses y algunos chinos, etc. La cultura negra es parte integral de lo cubano, sobre todo en la religión: Santa Bárbara es Changó, San Pedro es Ogún, San Antonio, Eleguá... Nuestra música también es africana… Y nuestra poesía: ¿conoces la Bala-da de los dos abuelos, de Nicolás Guillén?

—No en la High School nunca me hablaron de él.

—Pues escucha bien:

África de selvas húmedas
¡Me muero! —dice mi abuelo negro.
(…) 
Los dos del mismo tamaño,
bajo las estrellas altas.
Gritan, lloran, sueñan, cantan.
Aguaprieta de caimanes,
verdes mañanas de cocos

¡Me canso! —dice mi abuelo blanco.
(…) 
Los dos del mismo tamaño,
ansia negra y ansia blanca.
Lloran, cantan, ¡cantan!

—Estoy pensando, Lisa, en la película Fresa y chocolate. ¿La viste?

—Cómo no, es una película maravillosa de Tomás Gutiérrez Alea, uno de nuestros mejores cineastas.

—Diego, el protagonista, tenía en su pieza de La Habana Vieja a todos esos santos-orishas de que tú estás hablando, siempre con velas y flores.

—¿Te gusta el cine, Yol… Priscilla?

—Lo adoro: Spielberg, por ejemplo…

—Iremos a la filmoteca. Acá los espectáculos culturales no son caros, son para el pueblo. Los libros y los discos también... El papel de los libros es de mala calidad pero eso no importa, lo que importa es poder aprender.

2

Mientras tanto, José, que es un gran cocinero, prepara un arroz con frijoles negros y de postre, un dulce de guayaba con queso blanco. En ese momento llaman a la puerta y empieza a llegar toda la familia: los abuelos paternos, la tía Milagros, el tío Paco, los primos, las primas… Todos besan y abrazan a Priscilla, todos la encuentran linda y elegante.

—Es igualita a Lisa, ¿ya tú viste? Como dos goticas de agua mismamente.

José ha preparado mojitos y todos reciben algún regalo de Priscilla: una máquina de afeitar eléctrica para uno, un cepillo de dientes a pilas para otro, cremas y perfumes para las señoras, pastillas de jabón de olor y pasta de dientes e incluso medicinas, para todos.

—Ay qué lindos los jeans.

—¿Ya tú viste mi walkman?

—Para ti este disco de Albita.

—¿Y quién es Albita, mi amor?

—Está de supermoda en Miami, ¿nunca la oyeron? Es aquella que canta: ¿Qué culpa tengo yo de haber nacido en Cuba?

Hay un largo silencio.

—No, aquí oímos a Pablo Milanés, a Silvio Rodríguez, al trío Matamoros, a Compay Segundo, a Benny Moré… ¿Qué tú quieres escuchar?

—No, ahora música, no, que ya hay bastante ruido con  todosustedes —dice José.

—¡Qué sabroso su mojito, papi! ¿Cómo lo hace?

—¿Allá en Miami nunca beben mojitos? ¿Y qué beben?

—Bebemos margaritas y mucha coca-cola. También hay mojitos en los bares cubanos, pero no tan buenos como el suyo.

—Para eso hace falta ron blanco y yerbabuena crecida en Cuba, m´hijita. Los yanquis no tienen esas cosas.

—Bueno, bueno, la política para otro día, ¿ya?

Los hombres visten todos guayaberas y fuman olorosos tabacos. Priscilla exclama horrorizada:

—¿Acá no está prohibido fumar? ¡Es malísimo para la salud! Sobre todo para los fumadores pasivos. ¿Por qué no salen fuera a fumar?

—Ay, mi amor, acá tenemos otros problemitas, eso son lujos de capitalistas.

—Pero la salud…

—La salud es lo más importante en Cuba. Lo dice el primo Osvaldo que es médico. Hay hospitales en este país adonde vienen a curarse enfermos de toda América Latina y de otros continentes también… Hay enfermedades de los ojos que sólo se curan aquí; y también del sistema nervioso: Parkinson, Alzheimer, cirugía estética, trasplantes, y todo esto a pesar del bloqueo.

—Ejem, la propaganda política después, primo. ¿No te importa?

Termina la comida, las mujeres recogen y lavan platos, cubiertos, vasos, cacharros, tazas y copas; los hombres fuman un poco más, beben y platican.

—Bueno, nosotros nos vamos que Priscilla tiene que descansar.

—¿Descansar? ¡Qué horror! Lo que yo quiero ahorita mismo es visitar La Habana con mi hermanita. ¿Puedo manejar su carro, papi?

—Ejem… bueno, m'hijita, la máquina no es mía y Fulgencio, mi compadre, la necesita. ¿Y cómo tú manejas si no tienes 18 años?

—Allá en Estados Unidos todos manejamos a los 16 años, es indispensable. El permiso de manejar es la pieza de identidad de los norteamericanos. No se puede vivir sin manejar, ¿sabe? Yo tengo mi propio carro y mi mamá el suyo.

Todos la miran con admiración.

—Yo te puedo prestar mi bici nomás, prima Priscilla.

Anabel, una mulatica de 12 años resuelve el problema.

La bici está abajo, junto a la de Lisa y las dos gemelas se despiden de toda la familia con muchísimos besos, abrazos y exclamaciones de cariño.

Por fin se van.

 

Fuente: CV. Cervantes.es

 

 

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