Historia de Alejandro y Samuel

Cuentan los antiguos libros que en la ciudad egipcia de Tebas vivía un hombre

joven llamado Alejandro. Y en el mismo callejón de Alejandro habitaba otro hombre llamado Samuel.

Un día en que Alejandro paseaba por su calle, vio cómo Samuel, muy enfadado, regañaba a un niño que le había pedido un vaso de agua.

- ¿Por qué me molestas? El agua cuesta mucho dinero. Ve a beber al río y no vuelvas por aquí.

Alejandro pensó que Samuel se merecía un buen escarmiento. Y al instante se le ocurrió una idea.

Alejandro se acercó a casa de su vecino y le saludó muy cortésmente:

- Buenos días, amable vecino, le dijo. Hoy viene a visitarnos el prometido de mi hija, que es un hombre rico. Queremos invitarle a comer, pero no tenemos cucharas suficientes.

Si me prestaras tú una, mañana mismo te la devolvería. Seguro que los dioses sabrán recompensar tu generosidad.

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Samuel miró desconfiado a su vecino, pero no pudo negarse a su petición.

Al fin y al cabo, pensó, no perdía nada por prestarle una cuchara durante unas horas.

Al día siguiente, Alejandro regresó alborozado a la casa de Samuel con la cuchara.

- ¡Oh, querido Samuel, le dijo, he de darte una excelente noticia! Esta noche, tu cuchara ha tenido una hija. Aquí tienes tu cuchara junto a su pequeña.

- ¡Alabados sean los dioses!, exclamó Samuel. ¡Qué cucharita más bonita! Sin duda, tú has sido el intermediario en este regalo divino.

Pasaron unos días y Alejandro se presentó otra vez en casa de Samuel.

- Buenos días, generoso vecino, le saludó Alejandro. Hoy viene a visitarnos el prometido de mi hija con sus padres para concertar los detalles de la boda. Queremos que coman en casa, pero la cazuela que tenemos en muy pequeña. Si me pudieras prestar tú una cazuela, mañana mismo te la devolvería.

Seguro que los dioses volverán a recompensar tu generosidad.

Samuel recordó lo que había ocurrido con la cuchara y al momento trajo la cazuela rogándole a Alejandro que la cuidara mucho y la devolviera como muy tarde al día siguiente.

Y así fue. Al día siguiente, Alejandro volvió a casa de Samuel con dos cazuelas bajo el brazo.

- ¡Oh, querido Samuel!, le dijo, los dioses han querido premiarte una vez más. También tu cazuela ha tenido una hija durante la noche. Aquí tienes tu cazuela junto a su pequeña.

- ¡Qué cazuelita más bonita!, exclamó Samuel. No hay duda de que los dioses ven mis virtudes a través de tus ojos.

Unas semanas después, Samuel vio pasar ante su casa a Alejandro. Parecía triste, y Samuel le llamó:

- ¿Qué te pasa, Alejandro?, le preguntó Samuel.

- Pues resulta que mañana se celebrarán las bodas de mi hija y no tenemos vajilla suficiente para dar de comer a todos los invitados. Temo que la familia de mi futuro yerno se ofenda y la boda no llegue a celebrarse.

- Yo te puedo dejar mi vajilla, le dijo Samuel recordando lo ocurrido con la cuchara y la cazuela. Pero sólo por un día, porque es muy valiosa.

- No sabes cuánto agradezco tu generosidad. Los dioses te darán pronto lo que mereces.

Transcurrieron unos días desde que Alejandro se llevó la vajilla y, como no la devolvía, Samuel decidió presentarse en casa de su vecino.

- Querido vecino –dijo Samuel-, hace ya unos días que te presté mi valiosa vajilla y todavía no me la has devuelto. No es que haya perdido la confianza en ti, pero…

- ¡Ay, querido vecino; no sabes qué disgusto tengo!... se lamentó Alejandro. ¡Pobre vajilla! ¡Que los dioses la tengan en su reino! ¡Nunca pensé que tendría que darte una noticia así!

- Pero, ¿qué ha ocurrido? - preguntó Samuel impaciente.

- ¡Pues que esa misma noche tu vajilla murió!

- ¡Por todos los dioses! - exclamó perplejo Samuel-. ¿Es que acaso puede morir una vajilla?

- Sin duda, los mismos dioses que hicieron que la cuchara y la cazuela tuvieran hijos han hecho que la vajilla pueda morir. Sólo nos queda acatar los designios divinos.

Y Alejandro cerró su puerta dejando a Samuel con tres palmos de narices.

 

 

 

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