La hija del comunista

 

Berlín, 1956

La tarde en que papá no regresó a tiempo de encender la estufa fue el día más frío de todo el invierno. Fue mamá quien bajó al sótano y subió con el saco lleno de carbón y ramas. Los leños estaban húmedos. Otra vez picón, este hombre no se entera de nada, decía con el saco en brazos. A Martina y a mí nos gustaba hurgar entre el carbón, sobre todo en ese que era más blando. A veces, cuando mamá no miraba, frotábamos una pieza contra otra hasta que nuestros dedos quedaban sucios y los pedazos de carbón brillantes como azabaches.

Papá llegó cuando hacía horas que ya era de noche. Qué pasa por aquí, dijo. Tú sabrás, le respondió mamá. La pequeña sala que funcionaba como salón, cocina y nuestro dormitorio se había llenado de humo. Papá me agarró las manos y vio los dedos pequeños tiznados de carbón. Restregó sus yemas rugosas contra las mías y apretó con fuerza.

Con mamá siempre hablábamos en español y con papá en alemán. No nos preguntábamos por qué. Papá había aprendido alemán en la fábrica, en Dresden, pero nunca consiguió hablarlo del todo bien. Así que se sentaba para hacer las tareas con Martina y conmigo y fue aprendiendo, poco a poco, a declinar correctamente, a poner el verbo al final, desesperado: cómo voy a saber lo que me quieren decir si no sé el verbo, si no sé lo que pasa hasta que terminan de hablar. Su cabeza se fue haciendo con el idioma y, aunque siempre fue capaz de hacerse entender, yo nunca conseguí comprender bien todo lo que decía. Era el alemán de papá. Esta lengua, con tanta letra seguida, no es humana, se quejaba. Mamá se había negado a aprender y, aunque papá le llenó la casa de pequeños papelitos con los nombres de las cosas: Fenster, Topf, Bett, Ofen, nunca consiguió articular una frase. Se comunicaba con señas y palabras sueltas. Kartoffeln, un kilo, y sacaba su dedo del guante y se lo zarandeaba al tendero entre los ojos mientras Martina y yo nos tirábamos por el suelo de la risa. Ten hijas para que se burlen de ti, decía.

La sopa hervía sobre el fuego. El rumor de la radio removía el aire de la habitación. Papá salió del cuarto donde había estado hablando con mamá durante un buen rato. Ella se metió en el baño y, cuando volvió, supe que había estado llorando. Es el vapor, dijo. Y removió el caldero dejando que el tufo agrio de la col se mezclara con el humo de la habitación.

No quiero col, sabe a baba.
Pues es lo que hay.
Pues ayer cenamos lo mismo.
Martina, le dijo mamá muy seria, a mí me gustaría asarte una pata de cordero, pero aquí no hay corderos porque hace mucho frío.
Papá, ¿a que los corderos no tienen frío porque llevan lana?
Por dios, Manuel, quita eso.

La radio emitía su pase nocturno del lipsi, aquel baile asexuado con el que el Gobierno pretendía combatir el rock and roll. Heute tanzen alle jungen Leute im Lipsi-Schritt, nur noch im Lipsi-Schritt. Alle hat der Takt sofort gefallen. Sie tanzen mit im LipsiSchritt.

Papá subió el volumen y comenzó a tambalear su cuerpo por el salón, movía los hombros con los brazos en las caderas y daba pequeños pasitos, a la derecha y a la izquierda, adelante y atrás, con los ojos medio cerrados y sonriendo. Se puso detrás de nuestra madre y le desanudó el delantal. Mamá giró, no estoy de humor, pero no pudo zafarse de sus brazos. Vamos, mujer. Imagina que es una copla.

Bailaron hasta que terminó la canción, mientras Martina y yo, cada una con la pluma detenida sobre la hoja de papel, les mirábamos atónitas, con algo en nuestros cuerpos que empezaba a parecerse al calor y una mancha de tinta azul extendiéndose entre las líneas. Ya está, dijo mamá, basta de circo, vamos a cenar. Papá metió los dedos en el agua y sacó una lámina casi transparente de col, ¿sabéis qué es esto?, una loncha de jamón serrano. Qué rico, Katia. ¿Quieres? Sí. ¿Quieres, Martina? No. ¿Qué es el jamón serrano? Papá la ignoró. ¿Seguro? Bueno.

Aquella casa amarilla: una vez rasqué el papel de la pared debajo de la cama y encontré hasta ocho capas diferentes. Como si cada habitante que hubiera vivido en aquel cuarto piso abuhardillado hubiera querido dejar su huella, su vida retenida, y el siguiente hubiese querido taparla papel sobre papel. Para llegar a nuestra escalera, había que cruzar el patio. Era un pequeño bosque anárquico. Podrían pintar las paredes, parece que aún estamos en una guerra, decía mamá. El edificio por fuera era gris. Todos los edificios eran grises entonces, desconchones, esqueletos que aguantasen un vestido sucio. Pero yo no recordaba otra casa más que aquella donde siempre hacía frío. Papá fue quien se encargó de presentarnos a todos los vecinos y, cuando subíamos por la escalera, desde cada rellano, podíamos ver qué hacían los habitantes de las casas de enfrente, jugábamos a velar su rutina: Frau Zengerle, siempre vigilando frente al caldero del agua; Ekaterina leyendo junto a la ventana. Enseguida supimos que Herr Schmidt había muerto el día que no estaba de pie tras el cristal por la mañana, con aquellas gafas pequeñas resbalando hasta la nariz y saludando: algo ha pasado, dijo papá. Luego nos contaron que, mientras nosotros mirábamos su ventana desde el otro lado de los castaños, Herr Schmidt, que nunca quiso volver a salir a la calle después de la segunda guerra y vivía de la solidaridad de las vecinas que le subían alimento, yacía en el suelo dormido para siempre.

Al principio, nos despertábamos con el olor dulzón del horno de la panadería del bajo, cuya salida de humos vertebraba la esquina del edificio y terminaba junto a nuestra ventana. En 1962, cerraron el horno y casi todos los negocios de nuestra calle. Teníamos pocas cosas: en el salón, una mesa de madera oscura y cuatro sillas, la estantería coja que no se podía tocar porque sobre ella reposaban los cuatro platos y vasos, los libros de papá, una cama estrecha y un sofá. En el baño, un cepillo de pelo que arrastraba el olor del último agua de colonia, una pastilla de jabón adelgazada de manos y los artilugios de afeitar de papá. Cuando era pequeña, por las mañanas, me sentaba en la taza con los pies colgando y le veía embadurnarse la cara con la brocha. Entonces, se daba la vuelta y me decía: quién soy. Un gnomo gordo, y se agachaba y frotaba su nariz con la mía untándome de blanco. El olor de la humedad: mamá limpió los azulejos verdes con ácido cuando llegamos y les arrancó el brillo. Ahora es todavía más feo. Pero está limpio, le dijo papá. Luego estaba la habitación de nuestros padres: la cama, bajo la que teníamos prohibido asomarnos, dos cajas, una encima de la otra, que hacían de mesilla sobre las que mamá puso un trapito de tela bordado y el armario de la ropa. Había dos cosas que cuidábamos como si estuvieran vivas: la radio y la estufa. De su buen alimento dependían nuestros inviernos. Desde la única ventana al exterior de la casa se veía un cuadrado deshabitado, esto es la guerra, todo lo arrasa, decía papá, quien, frecuentemente, se quedaba de pie frente al cristal, callado. Como si quisiera ver más allá de la nieve, del único árbol en resistencia y de la noche. La guerra era un fantasma, un borrón blanco que, para mí, había sucedido hacía mucho tiempo y, aunque por todas partes se respirara el aire de su detonación y todos los niños jugaran a las trincheras, no conseguía imaginarla. Ojalá nunca conozcáis la guerra, decía mamá. Mis hijas no, y siempre mi padre le mandaba callar y cambiaba de tema.

Cenamos la sopa a pequeños sorbos, poniendo a veces las manos juntas y tiesas sobre el plato. Papá soplaba la cuchara, silbando. Nuestra madre hirvió hojas de tila. Al colar la infusión, se quemó la muñeca derecha. Papá corrió al baño y le untó pasta de dientes sobre la piel. Y le dio un beso largo en la mano, mirándola, mientras mi madre levantaba la cabeza hacia el techo lleno de manchas de nuestra casa.

Esa noche, la más fría de 1956, fue la primera vez que escuché el ruido que hacen dos cuerpos cuando se aprietan sobre una cama. En la oscuridad de la casa, las flores rojas del primero de mayo aún seguían secas en el vaso de cristal.

La hija del comunista es la primera novela de Aroa Moreno publicada por la editorial Caballo de Troya en 2017. La autora tiene publicados los poemarios Jet Lag y Veinte años sin lápices nuevos. Además es la autora del blog El viaje de las pléyades.

 

 

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