Muerte entre muñecos

 

Al cabo de una hora, llamaron a la puerta del despacho. Era ella: una mujer morena, joven y menuda. Llevaba un conjunto de algodón color salmón, ropa de grandes almacenes, pocas joyas y maquillaje discreto; un ama de casa con traje de calle. Me dio la mano con timidez, casi sin fuerzas.

—Buenos días, me llamo Marga Ramos y necesito su ayuda.

—Yo soy Maite Rovira —«y necesito su dinero», pensé.

Miró a su alrededor, la horrible decoración, los papeles desordenados, los ceniceros llenos. Se protegía de todo eso con el bolso pegado a su cuerpo en guardia. La hice sentarse en la única silla sana del despacho, frente a la ventana.

El bochorno era insoportable.

—Mañana van a reparar el aire acondicionado —dije, cuando vi que ella se secaba con un kleenex el sudor que le caía por la frente.

—Mi marido me engaña con otra mujer.

¡Qué original! No había sorpresas. El caso de la mujer engañada.

—¿Está usted segura? ¿Cómo lo sabe?

—No lo sé por rumores, créame. Desde hace algunas semanas regresa dos horas más tarde de su trabajo. Ricardo decía que tenía un nuevo cargo y que eso le obligaba a participar en muchas más reuniones de trabajo. Es verdad que ahora gana más dinero, pero no en la oficina. Un día estaba yo mirando las tiendas de ropa del barrio, ya sabe, por las rebajas, y esas cosas…

Mi hija estaba en la guardería y aún era pronto para recogerla. De pronto vi su coche aparcado en un rincón de un callejón cercano. Vi la matrícula y el muñeco que cuelga delante. Pensé que tenía una reunión con algún cliente cerca de allí. Pero lo volví a ver al día siguiente, a la misma hora, cuando él me decía que estaba en el trabajo.

—A lo mejor estaba con el mismo cliente —dije yo para tranquilizarla.

—No —la mujer hablaba ahora más deprisa, atropelladamente. —Él trabaja fuera de la ciudad, en Sant Cugat. Hace dos noches sonó el teléfono. Lo cogió rápidamente. Nunca lo había hecho. Fui al dormitorio y cogí el supletorio con cuidado. Tenía miedo de ser oída. Hablaba con una mujer con acento extranjero. Creo que hice algo de ruido porque él, de repente, empezó a hablar con ella en inglés y enseguida colgó. No me habló en toda la noche y se acostó temprano. Estoy segura de que me oyó.

—¿Pudo escuchar la conversación?

—Apenas hablo inglés. Lo único que entendí fue algo sobre encontrarse al día siguiente. Fue extraño. Mencionaron la palabra conquistadores varias veces. Pensé que sería algún club o restaurante o algo así.

Cogí la libreta y el bolígrafo y apunté los datos: nombre, dirección, teléfono. No era el caso de mi vida pero era mejor que nada.

—¿En qué trabaja su marido?

—En una fábrica de juguetes, en Sant Cugat. Desde hace seis años. Las cosas no nos van mal. Soy relativamente feliz con él, un matrimonio normal. Si me ha engañado puedo perdonarlo, pero no quiero hacer de mi relación una comedia. Debo cortar con esto ya.

—Tranquilícese. Debemos estar seguras de que su marido la engaña. Pronto lo va a saber.

—No se preocupe por la tarifa. Tengo mis propios ahorros.

—No la voy a explotar —nos reímos. Las bromas quitan los nervios. Las bromas entre mujeres hablan casi siempre de hombres—. «Todos son iguales», «qué me va a contar usted».

Cogió su cartera y sacó algo de ella. Me dio su tarjeta y la de su marido, de la empresa en la que trabajaba. Nos despedimos con un apretón de manos. En la otra tenía las treinta mil pesetas que me había dado de adelanto.

II

No quería preguntar aún en la empresa porque no estaba segura de la mujer. A lo mejor tenía demasiada imaginación. Así que aquella misma tarde empecé mis averiguaciones. Aparqué el coche cerca del lugar que me había dicho ella. Era la zona de la Villa Olímpica e, increíblemente, encontré un lugar libre para dejar el coche. Edificios nuevos y limpios, jardines cuidados, pocas tiendas y farolas de diseño a pocos metros del puerto deportivo. La gente tomaba cerveza fría en las terrazas y oía música. Caminé aburrida por la acera del callejón. El coche aún no estaba. Llegó medio paquete de cigarrillos más tarde, alrededor de las tres y media. Aparcó más allá, en una plaza interior de un conjunto de apartamentos. El hombre salió con rapidez y miró a derecha e izquierda.

Iba bien vestido y parecía guapo, aunque el aspecto era un poco chulesco: gafas oscuras, el pelo brillante hacia atrás, oscuro y con algunas entradas. Llevaba un maletín de ejecutivo, negro, de piel y con cierre de seguridad. Lo seguí. Se dirigió hacia uno de los portales de la plaza y llamó a un timbre.

El portero automático zumbó y entró en el edificio. Tengo buena vista. El botón que apretó era el más alto de la izquierda. Llamé desde una cabina a la empresa y pregunté por Ricardo Fernández. Una mujer me dijo que ya no estaba en su despacho desde hacía más de una hora.

—Creía que siempre lo podía encontrar a esta hora.

—Se equivoca, señora —me dijo la voz impersonal de la mujer—. Siempre acaba su trabajo a las dos y se va.

—Muchas gracias.

Su mujer tenía razón, al menos en esto. Pero tenía que hacer algo más para justificar el adelanto recibido.

Al cabo de media hora, el hombre dejó el edificio. Demasiado pronto. Quizá se habían peleado. A lo mejor ella se asustó cuando él le dijo que su mujer los oyó por teléfono la otra noche. Caminó rápido hacia el coche y arrancó con fuerza. Me acerqué al portal. No había nombres en los timbres, sólo números. Apreté el de arriba a la izquierda. No sucedió nada. Volví a llamar. O era sorda o creía que yo era la mujer de Ricardo y tenía miedo, o yo tenía una vista peor de lo que pensaba. Un hombre gordo, de unos cincuenta años y bigote blanco, llegó con un perro al otro extremo de una vieja correa de cuero. Estaba cansado y sudaba mucho. El perro sacaba una lengua blanquecina y jadeaba.

—¿Adónde va usted?

—Llamo al doce, pero no hay nadie.

—Casi nunca hay nadie. ¿Conoce a la mujer?

—Bueno…, no mucho. Soy su abogada. Me citó a esta hora.

—Puede esperar dentro, si quiere —dijo, mientras abría la puerta y me dejaba pasar al vestíbulo.

Le sonreí y me senté en una de las confortables butacas que había allí. Lo mejor era llevar buena ropa para dar buena impresión. Lo peor era que esa ropa me la pagaba mi padre.

Esperé un momento. El hombre cogió el ascensor y desapareció. Los buzones también estaban numerados y bajo los números figuraban los nombres de los inquilinos, pero el número doce no tenía ningún nombre. Estaba lleno de publicidad. Hacía muchos días que nadie lo abría. Llamé al ascensor y subí al último piso. En la puerta número 12 no había tampoco ninguna placa con nombre. Llamé al timbre y esperé. Silencio. Nadie vino a abrir. Puse la oreja junto a la puerta y escuché. No se oían ni pasos, ni ningún ruido. El marido iba cada tarde a un piso vacío. Me apoyé sin querer en la puerta y está se abrió por mi peso. Entré. Dentro, las paredes del pasillo estaban desnudas. Llegué al comedor. También sin muebles. El piso entero parecía vacío. Las puertas del balcón estaban cerradas, sin cortinas, y la luz del sol entraba con fuerza por el cristal. Hacía mucho calor. Una de las habitaciones estaba amueblada, con señales de que alguien la habitaba: una cama funcional deshecha, un ropero desmontable, un pequeño tocador con los cajones abiertos, al fondo unas cajas de cartón abiertas. El suelo estaba cubierto de ropa y papeles que formaban una alfombra desordenada. Había unos muñecos de trapo sobre la cama. Estaban de moda, eran los protagonistas de una película de ciencia-ficción de mucho éxito. No recordaba el título, pero todos los niños se los pedían a sus padres, y entre esos niños estaba, cómo no, mi sobrina Pilar. No encajaban en el lugar. La caja del despertador estaba abierta a la fuerza y las pilas estaban también sobre la cama.

En la cocina había algunos platos sucios en el fregadero, un cubo de basura casi vacío y una botella de cava calentándose sobre una nevera medio llena.

Había un olor extraño que no venía de la basura. Faltaba ventilación y yo olía a sudor, pero el olor era más rancio cuanto más me acercaba al cuarto de baño.

Dentro, nuevo desorden. Toallas, pastillas de jabón y productos de belleza por el suelo. La cabina de la ducha era moderna, con translúcidas mamparas altas y curvas. Dentro se distinguía una forma oscura que se diferenciaba del color gris de la cerámica.

Abrí la cabina y se me pusieron los pelos de punta.

 

Fuente: CV. Cervantes.es

 

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