Paisaje de otoño

 

20 de agosto de 1977

—Cuenta las baldosas con cuidado; no olvides ninguna. Recuerda: primero una, dos, tres y cuatro baldosas de color marrón. Después dos más de color negro.

—De acuerdo. No lo olvidaré. ¡Qué pesado! Sé que tengo que caminar tocando la pared de la derecha. Al final encontraré una escalera: diez escalones anchos de madera. Arriba hay otro pasillo largo. Continúo caminando despacio, voy tocando la pared con los dedos, encuentro una habitación grande y cuadrada…

—Te tumbas en el suelo y entras de esa forma en la sala. Llegas al centro, te pones de pie y…

—El resto está chupado.

—Te equivocas. El resto es lo más difícil. No puedes hacer ruido, y abrir una caja de herramientas, coger lo que necesitas y trabajar con ellas en silencio no es nada fácil. Además el cuadro pesa mucho y tú estarás solo. Yo te esperaré aquí.

—Los vigilantes estarán dormidos, seguro.

— Mira, Alberto…

—Bien. No te preocupes. Todo irá bien. Hemos pensado mucho en esto.

Alberto cogió la caja de metal azul que estaba en el asiento de atrás del coche. Era pequeña, pero pesaba mucho. La abrió y repasó una a una las herramientas que había dentro. Estaban todas. Pablo miró a su hermano a los ojos, le pasó el brazo por encima del hombro y lo abrazó con fuerza.

—Ya sabes… una pierna más corta que la otra no permite correr demasiado. Y nunca sabes si habrá peligro. Esta vez no puedo acompañarte.

—¡Otra vez! ¡Qué pesado! Pero si me has dicho mil veces lo que tengo que hacer. Anda, me voy ya. Me estás poniendo nervioso.

—Suerte, hermano.

Alberto salió del coche y empezó a cantar. «Cantar siempre aleja el miedo», le decía su hermano pequeño después de robar algún paquete de tabaco en el bar de Julián. Entonces tenía trece años y mucho más miedo que ahora.

Alberto cruzó la plaza. Hacía mucho calor y de pronto sintió mucha sed. Una calle más abajo había un bar. Caminaba despacio. La calle estaba muy oscura. Era estrecha y estaba llena de talleres, almacenes y edificios viejos. Había pocas farolas. El bar estaba en la esquina y tenía las luces encendidas. Alberto empezó a caminar más deprisa.

Cuando llegó a la puerta leyó un cartel de «Cerrado», pero el camarero le indicó con el brazo que podía entrar.

—Buenas noches, ¿va a cerrar ya?

—A las doce, pero aún puede tomar algo si quiere.

—Muchas gracias. Tengo muchísima sed. Póngame una caña, por favor.

El camarero dejó la escoba en el suelo, se limpió las manos en un trapo blanco y sirvió la caña a Alberto. Después cogió otra vez la escoba y continuó barriendo la parte del bar donde estaban las mesas.

—Siempre empiezo a ordenar el bar mientras dan el último telediario. Así me entero de lo que pasa en el mundo sin perder el tiempo —dijo el camarero sin mirar a Alberto.

—Ya veo.

—Normalmernte no viene gente a esta hora. Este barrio es muy tranquilo. Después de cenar la gente se queda en su casa. Claro, el fin de semana es diferente. Los sábados se llena. ¿Quiere alguna tapa? Tengo croquetas, un poco de tortilla de patata y también aceitunas.

—No gracias, ya he cenado —contestó Alberto.

—Bueno. Hoy me ha sobrado mucha comida. ¡Qué pena!

Alberto no tenía ganas de hablar. Se acabó rápido la caña, metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón y sacó unas cuantas monedas.

—¿Me cobra, por favor?

—Sí, claro, son cien pesetas.

—¿Qué hora es?

—Las doce y media. Tiene prisa, ¿eh?

—Sí. Buenas noches.

—Hasta otra —respondió el camarero antes de volver a coger la escoba y seguir barriendo el suelo.

«¡Las doce y media de la noche y hace este calor!», pensó Alberto al salir a la calle y notar la camisa pegada a su cuerpo. Caminó lentamente hasta llegar a una plaza grande. Allí se paró, dejó en el suelo la caja de herramientas, se pasó la mano por la frente y empezó a mirar el exterior del museo: era un edificio de tres plantas. La pared que daba a la calle estaba pintada de color marrón claro y las ventanas dejaban ver unas cortinas blancas recogidas a los dos lados; desde fuera las ventanas parecían una uve al revés.

El interior del edificio estaba oscuro. Sólo había una luz en una ventana del primer piso, a la derecha de la puerta de entrada. Las tres personas que vigilaban se reunían cada noche a la una en un despacho pequeño de la primera planta y tomaban una taza de café; después cogían sus linternas y recorrían el edificio antes de dormir un rato. Pablo se lo había explicado a Alberto. «A partir de la una y media de la noche todos los vigilantes duermen. A las tres y media vuelven a recorrer el museo, luego duermen otra vez hasta las cinco y media. Tienes una hora para coger el cuadro. Nadie te oirá entre las dos y las tres».

Alberto se acercó más al edificio y buscó un lugar oscuro, lejos de la luz de las pocas farolas que había en la plaza. Allí esperó hasta la una y veinticinco. A esa hora ya no se veían luces dentro del museo. Entrar fue fácil. Cuando Alberto tenía diez años su tío Germán le enseñó a abrir las puertas y ventanas sin hacer ruido. El tío Germán robaba pisos en verano cuando la ciudad estaba vacía. «Yo tengo cuarenta años y no he estado nunca en una comisaría». Las palabras del tío Germán alejaban el miedo de Alberto. «Yo tampoco iré a ninguna comisaría», pensaba mientras contaba baldosas. «

… una y dos de color negro. Caminó despacio tocando la pared de la derecha. Aquí están las escaleras. Las dos menos cinco. Sigo tocando la pared… aquí está la sala». Alberto siguió paso a paso el plan de su hermano y ahora se encontraba delante del cuadro. Nadie lo había oído.

Delante de él había dos mujeres: la mujer de la derecha llevaba un vestido largo de color azul; el vestido de la mujer de la izquierda era rosa y también le llegaba hasta los pies. Las dos eran jóvenes, estaban de espaldas a Alberto y miraban el río de aguas muy limpias. El paisaje era muy bonito: árboles altísimos y arbustos de diferentes verdes. En la parte baja del cuadro, a la derecha, se leía: «Joaquín Vayreda». Y en la pared había un rectángulo dorado con unas letras negras que decían «Paisaje de otoño».

«Tampoco ellas me ven. Seguid hablando, preciosas. Os voy a llevar de paseo; el paisaje de esta ciudad es más gris, pero os gustará. Lleváis mucho tiempo aquí, ¿no estáis cansadas de ver siempre lo mismo?»

Alberto abrió la caja de herramientas y empezó a trabajar con muchísimo cuidado; sacó el lienzo del bastidor. Iba a doblarlo y a guardarlo cuando oyó un ruido de pasos. «¿Quién está despierto? Tranquilo, date prisa; no pasa nada, son los nervios», se dijo. Alberto se levantó del suelo y vio la luz de una linterna delante de su nariz.

—¡Eh! ¿Qué haces con eso? —dijo una voz delante de él.

Alberto empujó al vigilante y empezó a correr con el lienzo en la mano; el vigilante lo seguía muy cerca. El lienzo cayó al suelo y el hombre de la linterna comenzó a gritar. A las dos y media de la noche Alberto visitaba por primera vez una comisaría de policía.

21 de agosto de 1977

«¿Quién será a esta hora?». Raúl dejó el reloj encima de la mesita de noche. Eran las nueve y media de la mañana. Él se levantaba cada día a las doce del mediodía y se acostaba muy tarde, a las siete de la mañana. «Seguro que es por el asunto del cuadro. ¿No nos van a dejar descansar después de esta noche?».

 

—Ya voy, ya voy.

Raúl buscó su bata. Estaba medio dormido y le costaba moverse. Salió de su habitación, cruzó el corredor y se dirigió a la puerta de entrada. La abrió. Se encontró con un hombre bajito, rubio, con bigote y con unos ojos azules muy tristes y muy pequeños. Llevaba un uniforme azul. «¡Oh no, otra vez la policía!», pensó Raúl.

—Buenos días, ¿el señor Raúl López?

—Sí, soy yo.

—Tenga, esto es para usted. Es correo urgente.

—Gracias —Raúl cogió la carta que el cartero le daba, se la metió en el bolsillo de la bata y empujó la puerta en dirección de la escalera. El hombre de ojos tristes levantó la mano derecha y la dejó caer sobre la puerta de madera.

—¡Eh, espere un momento!

—¿Quiere algo más? —respondió Raúl tranquilamente.

—Sí, firme aquí, por favor — el empleado de Correos. Le ofreció a Raúl un bolígrafo y le acercó una libreta, con una lista larguísima sin ningún orden, y firmó y escribió también el número de su carné de identidad.

—Ya está, tenga. ¿Quiere algo más?

—No señor. Gracias y hasta luego.

—Adiós —contestó Raúl antes de cerrar la puerta de su casa.

Raúl fue a la cocina. En la nevera quedaba una botella de leche, un poco de mantequilla, embutidos, queso fresco y un bote de mermelada de fresa. En uno de los armarios de la cocina había un paquete de café molido. Se preparó el desayuno. Raúl llevó su taza de café con leche y las tostadas con mantequilla y mermelada a la mesa del comedor. Se sentó en el sofá y sacó el sobre del bolsillo. Lo abrió y leyó la nota que había dentro. Era una citación en relación con el robo del cuadro de Joaquín Vayreda.

A las cuatro tenía que estar en la comisaría. «¿Para qué quieren interrogarme? Ya tienen al ladrón. Todo está en orden. La policía nunca está contenta con lo que tiene».

A las once de la mañana Raúl se duchó, se afeitó, se puso unos tejanos azules y una camisa a rayas grises y verdes y se fue a dar un paseo por el barrio.

La portera del edificio barría la entrada cuando Raúl salió del ascensor. Cantaba un bolero de los Panchos e iba saludando a los vecinos de la calle que pasaban por delante de su portal.

—Buenos días, señor Raúl.

—Hola, señora Sole. ¿Qué tal está usted?

—Bien, bien. Ya he leído en el periódico la noticia del robo del cuadro en el museo dónde usted trabaja.

—¿Qué cuadro? No se lo llevaron. Al ladrón se le cayó el cuadro antes de salir del museo. Además ya está en la comisaría. No fue nada.

—Pues el periódico dice que el cuadro ha desaparecido. Nadie sabe dónde está.

—La policía tiene al ladrón, el ladrón no tiene el cuadro y el museo tampoco lo tiene. No puede ser, señora Sole.

—Eso dice el periodista que firma la noticia del robo. Por eso el ladrón continúa en la comisaría. También dice el periódico que el ladrón no quiere decir nada nuevo. Ayer por la noche dijo que él entró solo en el museo y que iba a salir solo de él, sin la ayuda de nadie. Después calló y así sigue hoy, con la boca cerrada.

—Sabe usted más que yo sobre el robo, señora Sole. Y eso que yo trabajo en el museo. Ayer yo perseguí al ladrón y vi el lienzo en el suelo, delante de la escalera. El ladrón no se lo llevó y no había nadie más en el edificio. Todo esto es muy raro, muy raro.

—Sí, lo es. Tengo que seguir con mi trabajo, señor Raúl. ¿Me informará de los avances de la policía? No me gusta quedarme a medias.

—No se preocupe. Hasta luego, señora Sole.

—Hasta luego.

Raúl buscó un teléfono público. «Tengo que llamar al inspector Calvo; puedo ir ahora a comisaría. Tengo que saber lo que piensa la policía de todo esto». Entró en una cabina de teléfono, sacó la agenda del bolsillo de su camisa y la abrió por la letra C. Afortunadamente, escribió el número del señor Calvo en su agenda después de recibir la citación. Marcó despacio y esperó la señal.

—Comisaría de policía, dígame.

—Buenos días, soy Raúl López. Querría hablar con el inspector Julián Calvo. Es con relación al robo del cuadro ocurrido esta noche en el Museo de Arte.

—Un momento, por favor.

La voz de la telefonista desapareció y empezó a sonar una canción de flauta para niños. «Parece una nana», pensaba Raúl mientras sacaba un paquete de tabaco del bolsillo de su pantalón.

—¿Señor López?

—Sí, continúo aquí —contestó Raúl.

—Le paso al inspector Calvo.

Raúl no tuvo tiempo para dar las gracias. La voz fuerte y dura del inspector lo saludó.

—Buenos días, señor López. ¿Ha recibido ya la citación?

—Sí, la he recibido hace un par de horas.

—¿Ha leído los periódicos, señor López?

—No… bueno… sí, sé lo que dicen. ¿Es cierto lo que cuentan?

—Sí, es cierto. El cuadro ha desaparecido. Pero ya hablaremos de eso con calma. Si tiene tiempo puede venir ahora a comisaría. ¿Qué le parece?

—¿Ahora? Son las doce… Bueno… Puedo estar allí dentro de media hora, a las doce y media. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Hasta ahora, señor López.

—Adiós.

A las doce y media Raúl estaba en la comisaría. El inspector Calvo lo llevó a su despacho; parecía un poco nervioso. Raúl se sentó en un sillón, al otro lado de la mesa, frente al inspector. El señor Calvo cogió un lápiz y una libreta pequeña y empezó a preguntar.

—¿Fue usted quien descubrió al ladrón?

—Sí, me desperté a las dos de la madrugada; no tenía sueño y fui a dar un paseo por el museo. Es un museo pequeño, con cuadros de pintores poco conocidos; así que podemos dormir un poco por la noche y cada hora y media damos una vuelta por el edificio. Pero anoche yo tenía poco sueño. En la segunda planta vi una luz que se movía. Subí despacio los peldaños de la escalera, sin hacer ruido…

—¿No oyó voces?

—No, todo estaba en silencio. Entré en la sala, el ladrón me vio, me empujó con el brazo, corrió hacia las escaleras y…

—¿Llevaba el lienzo en la mano?

—Sí. Salió de la sala con el lienzo en la mano. Antes de bajar la escalera se le cayó al suelo.

—¿Lo cogió usted?

—No. Yo corrí detrás del ladrón y grité. Quería pedir ayuda, despertar a mis compañeros de trabajo.

—¿Vio usted el lienzo más tarde?

—No, no lo vi. ¿No lo tiene el director del museo, o el restaurador de cuadros? El director llegó a las dos y media al edificio; vive muy cerca del museo. El restaurador estaba trabajando en la primera planta, oyó mis gritos y salió del taller asustado. Él paró al ladrón. Creía que uno de ellos lo tenía, sólo ellos tocan los cuadros.

—¿Le gusta la pintura, señor López?

—Pues sí, me gusta.

—¿Tiene usted cuadros en casa?

—Sí, tengo algunos. Unos cuatro o cinco.

—¿Son regalos?

—No —contestó Raúl. Estaba un poco nervioso. Demasiadas preguntas— ¿Puedo fumar?

—Claro, fume. Aquí tiene un cenicero —contestó el inspector, y le acercó uno con forma de perro de color plateado—. Son copias de cuadros famosos, ¿verdad, señor López?

Raúl abrió los ojos extrañado y los levantó para mirar al inspector.

—¿Cómo lo sabe?

—Somos policías, señor López. No nos puede mentir.

—Bueno… sí, son copias. De pequeño me gustaba pintar. Cuando tenía quince años vivía en Madrid y empecé a visitar el Museo del Prado. Allí conocí a algunos copistas; muy buenos. Mi familia nunca tuvo dinero para comprar buenos cuadros. En casa había reproducciones. Malas reproducciones de obras de pintores famosos. Un día cogí mis pinturas, me senté delante de un cuadro de El Greco y empecé a copiarlo. Pinté un cuadro, bueno… copié una pintura. Dejé de pintar cuando empecé a trabajar, a los diecisiete años. Nunca más he copiado un cuadro.

—Señor López, ¿podemos ver los cuadros que tiene en su casa? No se enfade, pero… tenemos que hacer bien nuestro trabajo. No lo culpamos de nada.

—Claro, claro. Bueno… sí. ¿Cuándo quiere verlos?

—¿Ahora? —preguntó el inspector mirando a Raúl a los ojos.

—Muy bien, vamos.

Raúl estaba enfadado. La policía sospechaba de él. «Yo cojo al ladrón y la policía se mete en mi casa y cree que soy culpable. ¿Estará la señora Sole en el portal? A esta hora puede estar en la cocina de su casa comiendo. ¡Ojalá!»

La señora Sole no estaba en la entrada del edificio. La policía estuvo una hora en casa de Raúl. El inspector miró los cuadros con atención. El caballero de la mano en el pecho, de El Greco; Las hilanderas, de Velázquez; el Cristo en la Cruz, de Zurbarán y la Corrida en un pueblo, de Francisco de Goya

—Era un buen copista.

—Eso decían.

—Una pregunta más. ¿Recorrieron ustedes, los vigilantes, el edificio después de coger al ladrón?

—Sí señor, encontramos una caja metálica de color azul con herramientas y una linterna. Todo estaba en el segundo piso del museo, en la sala donde estaba el cuadro. La caja y la linterna las tiene la policía.

—No lo molesto más. Muchas gracias y perdónenos.

—De nada. Buenas tardes.

………………………………..

—¿Qué tal, Andrés?, llegas temprano hoy.

—Sí, ayer me acosté muy tarde y hoy tengo la mañana libre. Hoy sí puedo tomar un aperitivo antes de comer.

—Tú dirás. ¿Qué te pongo? —dijo alegremente el camarero señalando a Andrés algunas de las bandejas con comida que había en la barra.

—Pues… ponme unas cuantas aceitunas, una bolsa de patatas fritas y un martini seco.

—Ahora mismo te lo sirvo.

Andrés tenía un horario bastante raro. Era restaurador de cuadros. Desde hacía dos meses trabajaba en el Museo de Arte de la ciudad. Andrés trabajaba ocho horas cada día, de lunes a viernes. A veces llegaba a las diez de la mañana, salía a las dos para ir a comer al bar de Paco y volvía a sentarse delante de un cuadro a las seis de la tarde; esos días jugaba unas partidas de cartas con los amigos del bar: la brisca y el mus eran los juegos de cartas que más le gustaban. Otros días trabajaba ocho horas seguidas, siempre de noche. Llegaba al museo a las diez de la noche, a la misma hora que los vigilantes nocturnos; con ellos tomaba una taza de café a la una y a las dos volvía a su trabajo. Le gustaba trabajar de noche sin ruidos y sin turistas por los pasillos del edificio.

El camarero cogió el periódico que estaba encima de la barra del bar y se lo enseñó a Andrés.

—Salís en la primera página. Mira, lee… «Roban un cuadro del Museo de Arte». ¿Estabas ayer a la hora del robo?

—Sí, ayer trabajé por la noche. ¡Estos periodistas! El ladrón no se llevó el cuadro. Se le cayó antes de bajar la escalera. Esto —dijo señalando con el dedo el artículo que hablaba del robo— es mentira.

—Pues aquí pone el nombre del cuadro y el de su autor. Mira, Paisaje de otoño, de Joaquín Vayreda.

—¡Bah! Algo tienen que poner para vender más periódicos. Yo cogí al ladrón. Estaba trabajando en mi sala, oí gritos, salí al pasillo y tropecé con él. No llevaba ningún cuadro en las manos.

—Quizá tenía un cómplice. El cómplice se lo llevó.

—No creo, los vigilantes registraron el museo. El ladrón entró por una ventana del primer piso; sólo esa ventana estaba abierta y la puerta estaba cerrada. Esperamos a la policía al lado de la ventana abierta y nadie salió por ella.

—Bueno, bueno, si tú lo dices.

—Alguien ha informado mal a los periodistas, Paco.

El camarero salió de detrás de la barra y se dirigió hacia el comedor. Ya había gente sentada en las mesas esperando su comida. Andrés abrió el periódico y empezó a leer los titulares. Las noticias no eran muy interesantes. Tardó veinte minutos en tomarse el aperitivo. La conversación con Paco le había puesto nervioso. «El director del museo no ha hablado con los periodistas. Eso dice aquí. No entiendo nada. Ayer por la noche nadie habló del cuadro. La policía se llevó al ladrón y todos estaban muy contentos». Paco volvió a la barra y se dirigió a Andrés.

—La primera mesa de la derecha es la tuya. ¿Vas a comer lo que hay en el menú?

—¿Qué hay?

— Ensalada mixta, sopa de fideos y filete de ternera.

—De acuerdo. Y me traes vino tinto y agua por favor.

—Muy bien, ahora te lo traigo.

Andrés se sentó en su mesa. Comió deprisa. Estaba hambriento. De postre tomó melón.

—Paco, ponme un café —gritó al camarero desde su mesa.

Cinco minutos después Paco se acercó a la mesa de Andrés con una taza de café en la mano derecha. Lo acompañaba un hombre alto, de pelo canoso y ojos oscuros.

—Andrés, este señor quiere hablar contigo —dijo Paco.

—Soy el inspector de policía Julián Calvo —dijo el hombre de pelo canoso—. En el museo me han dicho que estaba usted aquí.

—Buenas tardes, soy Andrés Fuentes.

—Sí, ya lo sé. Es usted el restaurador de cuadros del Museo de Arte —el inspector se dirigió a Paco—. ¿Me puede traer un café, por favor?

Paco se alejó en dirección a la barra. El inspector siguió hablando.

—Esta mañana le hemos enviado una citación a su casa. Queríamos hablar con usted sobre el robo del cuadro, pero usted no estaba en casa.

—¿Han robado el cuadro? ¿Quién? La persona que entró en el museo está detenida, ¿no?

—Sí, así es. Y esa persona no sacó el cuadro del museo. Señor Fuentes, ¿ha salido muy temprano de su casa esta mañana?

—Esta noche no he dormido en mi casa.

—¿Dónde ha dormido usted?

—En el apartamento de mi hermana. Ella está de vacaciones en la playa. Tres días a la semana voy a su casa y le riego las plantas. Ayer hacía cuatro días que no iba; me acordé de las pobres plantas mientras trabajaba y decidí ir allí al salir del museo y pasar la noche en el apartamento. Anoche estaba cansadísimo y entre el apartamento de mi hermana y mi casa hay una gran distancia.

—Después de coger al ladrón, ¿subió usted a la segunda planta del museo?

—Yo fui el último en subir, cuando llegó la policía; pero antes dos vigilantes subieron arriba y uno recorrió el primer piso. Encontraron una caja de metal azul y una linterna, nada más.

—¿Y el cuadro? ¿No vieron el lienzo?

—No, yo pensé que lo tenía uno de los vigilantes, o que lo tenía el director. Él subió antes que yo. Todos estábamos nerviosos, pero nadie preguntó por el lienzo.

—Usted todavía parece nervioso.

—Oiga, inspector, yo no he robado el cuadro. No me acuse —gritó Andrés.

—Tranquilo, señor Fuentes. Yo no lo acuso, le hago preguntas.

El inspector Calvo esperó un rato antes de volver a preguntar; Andrés habló primero.

—¿Había más de un ladrón?

—No lo sabemos. Quizá había alguna persona fuera del edificio, en la calle, al otro lado de la ventana abierta, por ejemplo. La pintura era grande y el lienzo pesaba. No estamos seguros. Era muy tarde y no había nadie en la plaza. No tenemos testigos.

El comedor estaba vacío. Los camareros limpiaban las mesas sin prisa.

—Señor Calvo, es tarde. Los camareros van a empezar a arreglar todo esto. Vamos a otro sitio a tomar algo. Me parece que aquí molestamos. Le invito a otro café en el bar de enfrente. Lo hacen muy bueno allí.

El inspector Calvo se levantó y se dirigió a la barra. Sacó un billete de quinientas pesetas de la cartera y se lo dio a Paco.

—Cobre la comida del señor Fuentes y mi café, por favor.

—No, no, deje, yo lo invito —dijó Andrés sacando su billetero.

—Por favor, la policía roba su tiempo y la policía paga su tiempo. ¿De acuerdo?

—Vale —Andrés miró a Paco y le hizo una señal con los ojos—. Paco, hoy no voy a jugar a las cartas. Díselo al grupo.

—Bien, ya se lo diré. No te preocupes, Andrés. Buenas tardes, señores —dijo Paco dirigiéndome a su amigo y al inspector.

Salieron a la calle. Andrés miró a un lado y a otro antes de cruzar. Era una calle tranquila; no pasaban muchos coches. Cruzaron y entraron en un bar más pequeño que el anterior. Se sentaron en una mesa y pidieron dos cafés con hielo. El inspector empezó a hablar otra vez.

—Esta mañana hemos estudiado su currículum. Es usted un buen restaurador de pinturas. ¿Por qué trabaja en un museo tan pequeño y tan desconocido? Puede encontrar un trabajo mejor en una ciudad más grande, en un museo más importante.

—Me gusta la tranquilidad y aquí estoy tranquilo. Además, mi familia vive en esta ciudad, y me gusta estar cerca de ella.

—Quizá no lo quieren en museos importantes, ¿no?

—¿Por qué dice eso?

—Hace ocho años robaron un cuadro en el museo donde usted trabajaba, y usted ayudó a robarlo. ¿No es así?

—Sí, es así. Necesitaba dinero. Yo trabajaba de noche en aquel museo. Los ladrones entraron por la puerta principal; yo abrí esa puerta. Me pagaron bien y el trabajo fue fácil. Yo sólo quería el dinero. Lo necesitaba. No me importaba el lienzo. No quiero cuadros.

—¿Y ahora también necesita dinero?

—No, ahora vivo bien. tengo un buen salario, mi trabajo me gusta y vivo tranquilo —respondió Andrés enfadado.

—Sus amigos salieron de la cárcel hace seis meses. ¿Lo sabía?

—No, no lo sabía. Y no son mis amigos.

—¿También quieren un cuadro ahora?

Andrés se levantó de golpe de la silla. Tenía la cara roja y le temblaban los dedos de las manos.

—No lo entiendo, señor Calvo. Ya se lo he dicho: ahora vivo tranquilo. Ayudé a robar una vez, hace mucho tiempo, y no me gustó, no voy a ir allí otra vez. ¿Me entiende? Déjeme en paz.

Andrés miró al inspector por última vez. Se dio la vuelta y se alejó del bar caminando despacio.

 

Fuente: CV. Cervantes.es

 

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